Efímeras apariencias
Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los amos ruines que había tenido y buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien yo había de mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más, y antes le había lástima que enemistad. Y muchas veces, por llevar a la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo alto de la casa a hacer sus menesteres y, en tanto yo, por salir de sospecha, desenvolvíle el jubón y las calzas, que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la blanca ni señal que la hubiese tenido mucho tiempo.
«Éste
-decía yo- es pobre, y nadie da lo que no tiene; mas el
avariento ciego y el malaventurado mezquino clérigo, que,
con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de
lengua suelta, me mataban de hambre, aquéllos es justo
desamar y aquéste es de haber mancilla».
(Tratado
tercero, versión online en: Biblioteca virtual Miguel de Cervantes)
Lázaro no ha tenido suerte con sus anteriores amos y
la mala racha parece seguir acompañándolo en su camino. Pronto se
topa con un nuevo amo que presenta una particularidad interesante: un escudero de
buena apariencia y modales, de gastados ideales hidalgos y que oculta inútilmente
la pobreza en la que vive. Lázaro no puede más que sentir simpatía (y lástima)
por aquel hombre con el que comparte tan triste destino pero que aun así le
permite su compañía, le brinda un techo y no le trata mal como los anteriores
amos. Esta simpatía, sin embargo, dura poco. Cuando “la soga aprieta” y el
escudero no puede con sus deudas, será el pobre e ingenuo Lázaro el que deberá
cargar con las consecuencias ante su desaparición.
Este encuentro le enseña a Lázaro que no puede confiarse con lo que ve en un primer momento. Las apariencias engañan.
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